Hechos 2, 1-11; Salmo 103; 1 Corintios 12, 3b-7.12-13; Juan 2, 19-23.

Terminamos la Pascua como la empezamos: con el relato de la aparición de Jesús a sus discípulos, el envío a imagen de como el Padre le envió a Él, y el poder de perdonar los pecados.

Podemos definir la Pascua, al menos temporalmente, como el tiempo que transcurre entre la Resurrección de Jesús y el momento en que los apóstoles, conscientes de que Jesús está vivo y los acompaña, conscientes de que tienen el Espíritu Santo, se lanzan a la calle a predicar el Reino de Dios y hacen las mismas obras y los mismos signos que hacía Jesús.

La Pascua es el tiempo en que se nos invita a tomar conciencia, todos los discípulos de Jesús, de que ahora empieza nuestro tiempo, nuestra tarea en la historia, somos nosotros los que hemos de apacentar (llevar paz, como Jesús cuando saluda), los que hemos de ir al encuentro de todos, como los apóstoles cuando salen a la calle en Jerusalén y hablan de Jesús haciéndose entender por todos, por todas las gentes de diversos lugares, culturas y lenguas, que les escuchan.

Para el mundo occidental la Historia se divide en antes y después de Cristo. Para nosotros, la Historia de nuestra fe, la podemos dividir entre lo que ha hecho Cristo y lo que hacemos nosotros, sus discípulos.

Empieza nuestro tiempo, nuestra historia. Dios en Jesús ya ha pasado por nuestra vida (ha realizado su Pascua), ¿he empezado yo la mía? ¿hemos empezado la nuestra? ¿soy consciente de que tengo el mismo Espíritu que impulso a Jesús en cada momento de su vida terrena? ¿soy consciente de que Él está vivo, y, aunque en el cielo, está también conmigo, me acompaña? ¿soy consciente de que he sido enviado a los demás, al mundo, a los que tengo delante para ser testigo de lo que creo? ¿soy consciente de que tengo el poder de perdonar?

Volvemos a nuestro tiempo, al tiempo ordinario, empieza nuestra historia, nos toca, me toca a mí, vivir según el Espíritu que he recibido, ser testigo de Jesús aquí y ahora, y serlo para todos.

Feliz Pentecostés.