Hechos 5, 27b-32; Salmo 29; Apocalipsis 5, 11-14; Juan 21, 1-19

Domingo 1 de mayo 2022 (III Pascua)

Por JOSÉ LUIS BLEDA | En este tercer Domingo de Pascua el Evangelio de Juan nos ofrece el relato de la tercera aparición de Jesús a sus discípulos, antes de la Ascensión, y en la versión más larga, continua con un diálogo con Pedro en el que Jesús le va preguntando a la vez que confiándole el cuidado y pastoreo de su rebaño. Este diálogo con Pedro ha sido siempre uno de mis pasajes preferidos de toda la Sagrada Escritura y que suelo meditar y leer con frecuencia. Por ello, este domingo leeré la versión más larga, y, quizá descuidando otros aspectos, me quede con este pasaje a la hora de compartir mi reflexión.

Obedecer a Dios

Las lecturas que preceden al Evangelio nos siguen invitando a contemplar la Resurrección de Jesús y sus consecuencias en las vidas de sus discípulos entonces, y, en nuestras vidas si creemos en Él. Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (lo que no implica que no haya que obedecer a los hombres), debemos ensalzar a Dios que nos ha librado, y con el Apocalipsis podemos entrar en esa escena de alabanza y adoración. Obedecer, escuchar y obrar en consecuencia a lo que se ha escuchado y entendido, esto es lo que le debemos a Dios, esto es creer, fiarnos de lo que hemos escuchado y vivir en consecuencia con lo que hemos escuchado y de lo que nos fiamos, aunque ello nos lleve a la persecución, a la cárcel, …, es de lo que nos dan ejemplo los discípulos tras la Resurrección de Jesús, unos discípulos que con su vida ensalzan a Dios, al Dios que han experimentado como liberador, ya que los ha liberado del miedo, de la muerte, del vivir sometidos y esclavizados ante cualquier amenaza o poder.

Ensalzar a Dios, alabarlo, glorificarlo… lo que nos narra la lectura del Apocalipsis me recuerda tantos raticos de oración que he vivido en grupos de la Renovación Carismática: momentos en que nos olvidamos del mundo, de los problemas, de lo que nos preocupa y angustia, y encontramos en el canto, la alabanza, la expresión corporal, la paz, una paz interior, como la que Jesús da y nos ofrece en su Resurrección, y con ella el gozo, la alegría, la esperanza, las fuerzas para luego salir y enfrentarnos a la vida, al mundo, obedeciendo a Dios antes que a los hombres.

Pero vayamos al Evangelio. Vemos dos partes claramente separables: el relato de la aparición de Jesús y la pesca milagrosa, y el diálogo con Pedro.

En la otra orilla

Sobre la aparición de Jesús, permitirme destacar varias cosicas. Son siete los discípulos que suben a la barca para ir a pescar con Pedro. Siete en la barca: la barca es siempre símbolo de la Iglesia, de la comunidad de creyentes, que, tras la pasión, muerte y Resurrección, es dirigida por Pedro, que es quién lleva el timón de la barca, la conduce. El 7 es el número perfecto, son los dones del Espíritu Santo, refleja la unidad entre Dios y lo creado, unidad que se vive en la Iglesia, una Iglesia que rema mar adentro, que se lanza a pescar. Pero para tener una buena pesca, hay que seguir las indicaciones de Jesús, un Jesús Resucitado que está en la Iglesia, pues a ella le ha dejado su Espíritu, que está más allá de la Iglesia, por eso no aparece en la barca sino en la orilla, Jesús siempre está en la otra orilla, nos espera en la otra orilla.

Obedecer la indicación de Jesús, con dudas, sin estar seguros de que sea Él, como les pasó a los discípulos, es lo que nos lleva a pescar y pescar en abundancia, nos dice Juan que fueron 153 peces, 1+5+3 = 9, el número del rey David, del Mesías, del Ungido por dios, él número de Dios hecho hombre. Es una manera de decirnos que el fruto, la pesca de la Iglesia, guiada por Jesús, es la misma pesca que Jesús el Enviado por Dios puede hacer. Y, el último detalle, Jesús no necesita de esa pesca para alimentarnos, Él ya tiene su pescado preparado a las brasas, para compartirlo con los discípulos: Él nos espera, nos espera siempre, para compartir con nosotros su cuerpo, su vida, su pan, y su trabajo, su esfuerzo, su misión: el pescado.

Compartir mi vida

Pero ¿estoy yo dispuesto a compartir con Jesús mi vida, mi misión? Para esto hay que llegar a amar, y, no sólo a amar, sino a ser capaces a amar más. Ya nos dijo Jesús que no hay amor más grande que aquél de quién da la vida por sus amigos. Esto le pregunta Jesús a Pedro: primero le pregunta: “¿me amas más…?”, luego: “¿me amas?; y, al final: “¿me quieres? Amar más es amar como Jesús: amar hasta morir en la cruz por amor, ¿estoy dispuesto a morir en la cruz y morir por quién me crucifica, como hizo Jesús? Pedro a todas las preguntas responde igual: te quiero, sabes que te quiero.

Jesús sabe que lo queremos: queremos ser cristianos, queremos tenerlo con nosotros, queremos que nos bendiga, queremos… ¿Pero queremos vivir amando como Él, queremos que los otros sean los primeros, por delante de mí, acepto al otro como hermano…? Querer y amar no es lo mismo, y si confundimos y no sabemos la diferencia podemos llegar a lo que estamos llegando: un animal tiene más derechos y ayudas que una persona, una mascota no puede ser maltratada ni dejada en la calle; una persona, si no tiene papeles, puede ser ignorada, dejada en la calle, criminalizada, rechazada, …. Si no sabemos la diferencia podemos terminar cuidando del coche, de la moto, de mi…, mejor que de la esposa o del esposo, del hijo, del hermano, de los padres, de… Por eso Jesús no le da importancia a que Pedro, respondiendo con sinceridad no afirme que le ama, sino que le confía su rebaño, sus ovejas, para que los cuide, los pastoree, y, así aprenda a amar, a pasar del querer al amar. Pedro, a la tercera vez se da cuenta de que quiere, pero no ama, por eso fue capaz de negar a Jesús, porque lo quería, pero no lo amaba, no lo suficiente para jugarse la vida por Él, y Pedro empieza a esforzarse por pasar del querer al amar. Un camino que también yo tengo que ir realizando.

Los pobres son de Dios

Termino ya con algo que escribió el cardenal Carlos Amigo, que falleció el pasado miércoles. No lo cito directamente, pero sí que lo he leído y se lo he escuchado en varias ocasiones. Dios nos quiere tanto que nos confía lo que más quiere: los pobres, no son tuyos, son de Dios, y Él te quiere tanto que te los confía para que se los cuides; los enfermos no son tuyos, son de Dios, y Él te quiere tanto y se fía de ti, que te los pone cerca para que los cuides y los sanes… El rebaño no es del pastor, es de Dios, y Él se fía tanto de mí que me lo encarga, como a Pedro, para que lo cuide, pastoree, apaciente, y así, un día sea capaz de llegar a amar, a amar más…