IV DOMINGO DE CUARESMA, 27-3-2022 | Josué 5, 9a.10-12; Salmo 33; 2Corintios 5, 17-21; Lucas 15, 1.11-32

Si el pasado domingo iniciábamos las catequesis cuaresmales tras la fiesta de San José, en este domingo nos encontramos con la joya de las parábolas de la misericordia, con la catequesis de la misericordia. Tras haber celebrado el misterio de la Encarnación, un misterio muy relacionado con la misericordia, ya que el mismo amor que llevó a Dios a hacerse Hijo, a nacer y ser como nosotros (los amados) es el que le lleva siempre a responder desde el corazón (cor-cordis) ante nuestra miseria. El amor es quién nos libera y hace hijos, mientras que el pecado nos esclaviza y nos hace siervos ¿Somos hijos o siervos? ¿Nuestro pensamiento, nuestras obras, nuestro sentir es el de un siervo o el de un hijo?

Los siervos, los esclavos, van donde va el amo, comen, beben, duermen, viven como el amo les deja. Los hijos, por el contrario, comen de los frutos de la tierra del Padre, de la tierra que les pertenece, que será suya porque el Padre se las dará. La primera lectura nos narra la alegría del pueblo de Israel cuando ya pudo comer del fruto de la tierra. El Israel que salió de Egipto era un pueblo de esclavos, un pueblo que necesito cuarenta años y que pasarán cuatro generaciones, para purificarse y poder entrar en la Tierra Prometida no ya como esclavos, ni siquiera como esclavos liberados, sino como un pueblo libre que tomaba posesión de lo que le había sido prometido y le pertenecía, como hijos. Esto es lo que descubrió el hijo menor: él buscando la libertad y la felicidad lejos de su casa, de su Padre, de su hermano, una vez malgastados sus recursos, tuvo que convertirse en un siervo asalariado, con un salario que no le alcanzaba ni para comer dignamente, se había convertido en siervo, había perdido la dignidad de hijo, y para recuperarla decide volver al Padre, arrepentido y sabiendo que no merece volver a ser hijo…

Pero el Padre hace nuevas todas las cosas, lo hace por el Amor, con amor ningún día es igual a otro, aunque hagamos lo mismo, con amor siempre vemos el presente como una oportunidad para seguir amando, transformando. El amor lleva al Padre a salir siempre a esperar el regreso del hijo amado que se ha ido, al igual que el amor le llevó a dejar ir a quién quiere irse, después de haberle dado lo suyo. El amor nos lleva a vivir siempre la vida como una fiesta, porque el amor siempre se celebra, por eso, el Paraíso, la Vida Eterna, se describe como un banquete, una fiesta, preparada por el Padre-Dios-Amor. Pero para entrar en la fiesta debemos reconciliarnos, es decir, volver a estar juntos, volver a ser compatibles con el otro.

El hijo menor se reconcilia con el Padre, y, eso es motivo de un banquete, de una fiesta; una fiesta y un banquete al que el hijo mayor, el que no se había ido, no quiere entrar, y, no quiere entrar porque no quiere reconciliarse con su hermano, porque tiene actitud de siervo. Permitirme recordar sus palabras al Padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos…” Habla de servicio, tiene conciencia de siervo, servir sin desobedecer, como los esclavos, ¿en qué se diferencia el comportamiento del hijo mayor del comportamiento de un esclavo? Y como siervo, reclama un salario, un salario menor que lo que podría tener como hijo ya que se conforma con un cabrito, mientras que el hijo que ha regresado tiene un ternero cebado. Pero en la reclamación del salario ya miente, pues afirma que él nunca ha obtenido nada suyo, pero si leemos bien el inicio de la parábola, el Padre, ante la petición del hijo menor, “les repartió los bienes”, es decir, al hijo mayor también le dio su parte de la herencia, y luego siguió manteniéndolo, …

Pero sigamos con las reclamaciones del hijo mayor: “… en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.” Aquí está lo más grave, se niega a reconocer al otro como hermano, pero lo llama hijo del Padre, pero … ¿si te reconozco a ti como hijo de Dios, pero me niego a reconocerte como hermano, no me estoy autoexcluyendo de ser yo hijo de Dios? Y si no soy hijo ¿no me excluyo de la herencia, del banquete?

Ante la actitud del hijo mayor, tenemos la respuesta del Padre, una respuesta que me gusta repetírmela una y otra vez, sobre todo cuando me siento mal: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.” Hijo, el Padre lo llama Hijo, aunque él se considera siervo, el Padre me llama Hijo, e imagino el tono de ternura de la voz, y luego afirma que estoy siempre con él, o lo que es lo mismo, él siempre está conmigo, y todo lo suyo es mío, si no lo tomo es porque no quiero, porque no me considero hijo, porque tengo mentalidad y actitudes de esclavo, de siervo, … Y, me vuelve a invitar a celebrar la reconciliación, no sólo con él, sino, sobre todo, con mi hermano, con el otro, que también es su hijo, que es mi hermano.

¿Soy hijo o siervo? El otro ¿es mi hermano o es “su hijo”? ¿Quiero un salario o es todo mío? ¿Entro o no entro a la fiesta? Aún estamos a tiempo de replantearnos estas cuestiones, de replantear nuestra posición ante Dios ¿Padre o Amo?  y ante el otro ¿hermano o rival? Aprovechemos bien esta Cuaresma, convirtamos nuestro corazón, crezcamos como hijos y hermanos.


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José Luis Bleda Fernández

Sacerdote | Párroco de San Juan Bosco (Cieza, Murcia)