VII Domingo del Tiempo Ordinario | 20 febrero 2022

1Samuel 26, 2.7-9.12-13.22-23; Salmo 102; 1Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38

Por JOSÉ LUIS BLEDA | Continuamos en el Evangelio con lo que leíamos el pasado domingo. Jesús sigue hablando, enseñando, instruyendo a sus apóstoles, a sus discípulos, a las gentes que le seguían, sigue dirigiéndose a nosotros, y después de indicarnos el camino de la felicidad y de abrirnos su corazón, lamentando nuestros fallos y errores en el seguimiento, nos invita a ir más lejos, a ser perfectos en su seguimiento, a imitarlo, a hacer lo mismo que hace Él, es decir: a amar, y amar también a nuestros enemigos, a quienes nos hacen daño, a perdonar, a vivir la misericordia, a ser como Dios.

Todos venimos de Adán

Pablo en la carta a los corintios nos comparte su experiencia, nos lo dice de otro modo. Todos venimos de Adán, todos somos humanos, y como humanos somos vivientes, es decir, vivimos, o luchamos por vivir, por sobrevivir, y nos lanza el reto, el mismo reto que Jesús le lanzó a él cuando lo eligió y lo llamó: pasar de ser humanos a ser espirituales, pasar de ser de Adán, de la tierra, de la humanidad, a ser de Cristo, espirituales, a no conformarnos con vivir, sobrevivir, sino dar vida, ser vivificantes, donadores de vida para los demás.

¿Cómo puedo dar vida? ¿Cómo puedo vivificar? El salmo 102 nos lo dice. ¿Cómo vivificó Cristo? ¿Cómo vivifica Dios? Desde la compasión y la misericordia, desde nuestra capacidad de compadecer, de ser capaces de acompañar al que padece, al que sufre, ponernos a su nivel, a su altura; y, ojo, compadecer no implica eliminar el sufrimiento del otro, muchas veces eso no está en nuestras manos, sino acompañarlo, estar con él, y eso siempre podemos hacerlo. Pero Dios no solo es compasivo, también es misericordioso, es decir, va mucho más allá de la compasión.

Misericordia

No me cansaré de repetirlo: misericordia viene de dos palabras: miseria y corazón, y la unión de esa palabra nos habla de aquél que, ante nuestra miseria, la miseria de nuestro pecado, de nuestras adicciones, de todo aquello que nos hace miserables, despreciables, Él nos responde con y desde el corazón, no deja de amar, no nos trata como merece nuestra miseria, sino según es su corazón.

Un ejemplo de todo esto nos lo muestra la historia que se nos cuenta en la primera lectura. Saúl sale con sus hombres dispuesto a capturar a David para matarlo, pero mientras está descansando en medio de su campamento, David junto con Abner, llegan hasta donde Saúl dormía, Abner propone matarlo, clavarlo en el suelo con su propia lanza, David lo impide, toma la lanza y el jarro de agua del rey y se va, para al día siguiente mostrarle al rey Saúl, que podría haberlo matado, que era lo que él pensaba hacer con David, pero que no lo había hecho.

David no busca solo sobrevivir, salvarse, sino que también vivifica, no será él quien acabe con la vida de Saúl, aunque este justificado. David ha sido elegido por Dios, y Dios ha puesto a Saúl en manos de David, para que se manifieste la misericordia que procede de Dios.

Hoy somos nosotros, soy yo y tú quienes estamos llamados por el mismo Dios a imitarlo, a ser compasivos y misericordiosos, a amar también a nuestros enemigos. ¿Lo haremos?