Domingo 21 de marzo de 2021 (V de Cuaresma) | Jeremías 31, 31-34; Salmo 50; Hebreos 5, 7-9; Juan 12, 20-33

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Por JOSÉ LUIS BLEDA FERNÁNDEZ | Tras la celebración de san José, entramos en el último fin de semana de Cuaresma, antes de llegar a la Semana Santa, y lo hacemos, en este año, con un nuevo anuncio de la Pasión, según el Evangelio de Juan. Si el pasado domingo, Juan, nos presentaba a Jesús hablando con Nicodemo, y usaba la figura de la serpiente de bronce hecha por Moisés para sanar a los que habían sido mordidos por una serpiente, como anuncio de su crucifixión, en este domingo Jesús aparece rodeado por sus discípulos y en medio de mucha gente, y allí habla de su crucifixión como el momento de la Gloria, de su glorificación, pero ¿entienden los discípulos y la gente lo que Jesús dice con el sentido con que lo dicen o entienden otra cosa?

Cuando trato de imaginar la escena, me viene a la cabeza la entrada de un líder político a uno de sus mítines, o la de un cantante a una actuación, … El protagonista rodeado de los suyos (seguridad, asesores, amigos, …) y la gente que se agolpa tratando de tocarlo, hablarle, pedirle un autógrafo. Así, los suyos se convierten en conseguidores o facilitadores para conseguir verlo o tener un puesto más cercano, como le piden algunos a Felipe. Jesús es famoso, es consciente de su fama, y por eso dice que ha llegado el momento de ser glorificado, y habla de siembra, de muerte para dar fruto. Nosotros estás palabras, hoy, las aplicamos a la crucifixión, a su muerte por los demás, para luego resucitar y hacernos a todos partícipes de su resurrección, de su triunfo, de su gloria. Pero ¿las entendieron igual las gentes que en ese momento las escucharon? Ellos buscaban un Mesías triunfante, alguien que les salvara, que les hiciese triunfar, vencer el mal, la muerte, la enfermedad, también vencer la pobreza, la miseria, al Imperio, y ocupar ellos el poder, cambiar el mundo.

Jesús no viene a cambiar un Imperio por otro, viene a compartir, compartir vida, sufrimiento, dolor, compartir la cruz con los crucificados, y esto, solo podemos entenderlo si cuando miramos la cruz y al crucificado somos capaces, como el centurión de ver al Hijo del hombre en su gloria. Pero para ello, necesitamos cambiar nuestro corazón, tener un corazón puro, de carne, capaz de sentir el sufrimiento de los otros, capaz de ser sensibles, de amar, de renunciar a lo mío, para buscar primero lo que los otros necesitan. Precisamente esa es la promesa que Dios nos hace por medio del profeta Jeremías en la primera lectura: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.” Es la promesa de la tercera Alianza: la primera fue la de Noé, Dios no volvería a destruir la tierra; la segunda es la del Sinaí, con Moisés y los Diez Mandamientos, que al final solo sirven para demostrar que somos incapaces de cumplirlos; y la tercera es la de Jesucristo elevado en la cruz, Dios llega al máximo en su amor hacia nosotros, se compromete a amarnos, y a hacernos capaces de amar, pero para ello hemos de reconocerlo en la Cruz, para que así se convierta el Crucificado en autor de salvación eterna.

¿Qué Dios queremos? ¿Qué Dios buscamos? ¿El que soluciona nuestros problemas, nos bendice, nos calma la conciencia? ¿El que comparte nuestras vidas, sufre con nosotros, nos invita a compartir vida y sufrimiento? Uno aliena, adormece, no cambia nada, el otro es capaz de cambiar nuestro corazón.