Domingo 17 de enero de 2020 (II Tiempo Ordinario) | 1 Samuel 3, 3b-10.19; Salmo 39; 1ª Corintios 6, 13c-15a.17-20; Juan 1, 35-42
Por JOSÉ LUIS BLEDA FERNÁNDEZ | Empezamos o volvemos al Tiempo Ordinario, al color verde en la Liturgia, y digo empezamos pues estamos al inicio del 2021, el nuevo año; pero también volvemos, pues en el ciclo litúrgico vamos haciendo lo de siempre, aunque se vaya haciendo nuevo… Verde esperanza, como la esperanza de que en este año podamos acabar con la pandemia aunque la situación actual parece que nos lleva a revivir lo peor de la misma en el pasado año… Una esperanza a la que estamos llamados, por ello, las lecturas de este fin de semana, en que dejamos momentáneamente el evangelio de Marcos para ir al de Juan, nos habla de la vocación, de la llamada de Dios, de tomar conciencia que Dios nos llama a… darnos.
Llamada a Samuel
La primera lectura es un clásico vocacional: la llamada de Dios a Samuel, en la que se nos presenta a Elí, el sacerdote-profeta-juez, como quién facilita al muchacho su encuentro con Dios que le llama. Samuel había sido entregado por su madre a Elí, para que se dedicará a servir al Templo y a Elí, pero Elí, buen y fiel servidor de Dios, no se queda con Samuel para él, sino que lo orienta hacia Dios, sabe que Samuel es de Dios, no suyo, al igual que él. Es muy fácil, más para los que de alguna manera nos hemos consagrado al servicio de Dios y ejercemos la enseñanza, la dirección espiritual, formar, crear o simplemente fomentar un grupo de discípulos, de seguidores, que siempre están alrededor, nos escuchan, nos sirven, nos “idolatran”, y nos olvidamos que somos de Dios, que ellos son de Dios, que si de verdad sirvo a Dios y los amo a ellos, lo más grande que puedo hacer es orientarlos para que descubran que no soy yo, sino que es Él quién los llama.
Para evitar esa tentación de suplir a Dios, ocupar su lugar en el seguimiento de otros, hemos de mantenernos firme en el conocimiento y cumplimiento de la voluntad de Dios, de lo que Dios quiere, para lo que Dios me ha llamado, para lo que Dios me ha formado y me ha creado, sólo así se hará realidad lo que afirmamos en el salmo 39, lo que tantas veces hemos respondido en oración como respuesta a su llamada: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, y eso va unido a una conciencia clara de que lo que yo soy, mi cuerpo, no es para mí, no es sólo para satisfacer mis necesidades y obtener un placer personal, solitario, sino que he sido formado y llamado para darme, para entregarme, para donarme, y en esa donación, entrega, hacia los demás, buscando el bien del otro, es como desarrollo la vocación, encuentro sentido a la vida, encuentro también mi felicidad, mi placer y Dios es glorificado, y con Él, el otro y yo mismo participamos de su Gloria.
Discípulos de Jesús
Por ello, Juan el Bautista, el mayor hombre nacido de mujer, tras bautizar a Jesús (lo que puede considerarse el culmen de su misión) lo señala a sus discípulos para que le sigan y pasen a ser discípulos y apóstoles de Jesús, lo que implica que dejan de ser sus discípulos para pasar a ser los de Jesús, y uno de estos, Andrés, descubre que ser discípulo de Jesús implicar compartir a Jesús, no querer quedárselo para él solo, o para un grupo de elegidos, sino invitar a todos, comenzando por su hermano, para que ellos también sean discípulos de Jesús, y luego, ese hermano, ese que conoció a Jesús después que él, gracias a él, ocupará un lugar junto a Jesús más próximo, más elevado, aunque tampoco lo hará para beneficio propio, sino para bien de todos, de la Iglesia, de la Humanidad.
Ojalá que todos descubramos que la vocación, responder a ella, seguir a Cristo no nos hacer mejores ni más importantes, sino que nos posibilita ser felices, hacer felices, dar gloria a Dios con nuestra entrega y donación a Él y a los hermanos. Dios nos llama a darnos, a ser para los demás, para así ser plenamente de Él.