Domingo 29 marzo 2020 (V Cuaresma) | Ezequiel 37, 12-14; Salmo 129; Romanos 8, 8-11; Juan 11, 1-45

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Por JOSÉ LUIS BLEDA | El tiempo pasa, ya estamos casi al final de la Cuaresma, y, aunque esto de estar confinados, al menos a mí, parece que nos hace que los días son más pesados y el tiempo va más lento y se ha parado, la realidad está ahí. Una realidad cruda, que da miedo, incluso en medio de la belleza en la que vivo, oír los pájaros pero ver las calles vacías, sólo saludar a mi compañero y hermano, limitarme a ver a la familia por la pequeña pantalla del móvil,…, y las noticias. Especialmente, desde hace unos días, me golpea la situación de los misioneros javerianos en Parma, en la planta donde viven los mayores, los que gastaron sus vidas por la Misión ad gentes, y ahora se han encerrado, sabiendo que están contagiados, viendo como van muriendo, ya han fallecido 15 en pocos días, pero preocupados por no contagiar a los jóvenes que se están formando para la Misión. Allí está Gigi, que tanto ha trabajado en Murcia por la animación misionera, y ahora tiene un puesto de responsabilidad en esa comunidad javeriana…En este contexto de pandemia, muerte, impotencia, reclusión… la profecía de Ezequiel me suena como promesa de liberación: “Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros…” y con el salmo 129 renuevo mi fe y confianza en Dios mi salvador: “Confío en el Señor, mi alma confía y espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor”. Una esperanza que no me excluye de tener que vivir las circunstancias por las que atraviesa el mundo, mi cuerpo, nuestros cuerpos son mortales, pero Él nos dará vida por el Espíritu. Esto último lo vivo no sólo como una esperanza en la resurrección final, después de la muerte, sino también en el triunfo de la vida aquí, en esta vida mortal. De esto nos habla el Evangelio.
Nos encontramos con la tercera y última catequesis preparatoria de la Pascua del Evangelio de Juan: tras presentarse como la fuente de Agua Viva, y la Luz del Mundo, Jesús se nos presenta en este relato como la Resurrección y la Vida.

Lo primero que nos encontramos en el relato, es una vez más, la afirmación del Amor incondicional de Jesús: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Jesús me ama, nos ama, a pesar de la enfermedad, a pesar del mal, a pesar del virus, Jesús me ama, no deja de amarme. El amor no impide la muerte, la supera, pues la enfermedad y la muerte no pueden impedir el amor de Dios. Precisamente por ello Jesús espera antes de ir a casa de sus amigos, espera para demostrar que el amor está por encima de la muerte, y que en esas circunstancias de dolor el amor permanece y nos ayuda a superarlo.

Luego, las dos hermanas, Marta y María, cada una en su momento, dan una explicación cristiana ante la realidad de la muerte: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.” La muerte es la consecuencia lógica de la ausencia de Dios, de la Vida, de nuestras vidas, todo lo que se hace sin Dios, termina en la muerte, la vida sin Dios, como les pasó a Adán y Eva conlleva la muerte. Pero la muerte no tiene la última palabra, como tampoco la tengo yo o tú, ni Marta ni María, la última palabra la tiene Él, y, es una palabra de Vida, que nos pide fe, confianza por el amor. El texto es largo, y, va mezclando la fe con el amor, con la ternura,…: nos muestra a Jesús llorando, no sólo porque ha muerto su amigo, sino ante las lágrimas y el dolor de las hermanas, un amor que le lleva a compartir dolor y lágrimas, que pide de nosotros crecer y compartir fe, confianza en Él, confianza para ir incluso al lugar de la muerte, dónde estaba enterrado, aunque sepamos que ya no hay remedio, pues lleva cuatro días muerto.

Jesús también nos pide algo, algo difícil y duro: desatar, desligar, liberar, dejar que el otro sea de Dios, acuda al Amor pleno, un amor sin egoísmo

Entonces viene el milagro, Jesús nos manda quitar la piedra, luego, nos mandará desatarlo (los judíos solían envolver con lienzos y atar a los difuntos para amortajarlos). Muchas veces, aunque creemos, no esperamos, creemos sin esperanza, si soy católico, rezo, pero sé que esto es así y no tiene remedio,…, la realidad nos cae como una piedra que no creemos que podamos mover ni quitar, por ello Jesús nos pide que quitemos la piedra, abramos la mente y el corazón, a otra realidad, a otra vida, a la fe en Dios. Una fe en un Dios que nos llama y nos llama por nuestro nombre, por cierto, ¿cómo fue creando Dios las cosas? Las iba nombrando, y al nombrarlas se iban creando, releer el capítulo primero del Génesis. Así, de la misma manera, Jesús, el Dios encarnado, nombra, llama por su nombre a Lázaro: Lázaro, y este sale, a la vida, a esta vida, que es una imagen de la vida eterna y definitiva, pero sale atado, con las ataduras que le han puesto, le hemos puesto para retenerlo, conservarlo, para que sea nuestro, aunque muerto, lo preferimos muerto y nuestro, a vivo y de Dios, por eso, Jesús también nos pide algo, algo difícil y duro: desatar, desligar, liberar, dejar que el otro sea de Dios, acuda al Amor pleno, un amor sin egoísmo, superior al que yo tengo y puedo dar, un amor en el que el otro sigue vivo, y en el que volveré a encontrarlo cuando Él también me llame a mí por mi nombre.