Domingo 16 de febrero 2020 (VI Tiempo Ordinario) | Sirácida 15, 16-21; Salmo 118; 1ª Corintios 2, 6-10; Mateo 5, 17-37
Por JOSÉ LUIS BLEDA | ¿Quieres ser feliz? ¿Qué necesitas para ser feliz? ¿Se puede ser feliz sin libertad? ¿Se puede ser feliz desde la ignorancia? ¿Qué estás dispuesto para ser feliz? ¿Hasta dónde llegarías para ser feliz? El Evangelio de este domingo continúa presentado lo que suponen las Bienaventuranzas para la vida del creyente. Con ellas empieza el capítulo 5 de Mateo, que continuó con lo proclamado el pasado domingo, donde se nos invitaba a ser sal de la tierra y luz del mundo, y se llega a lo que se proclama en este domingo, donde se nos dice que para alcanzar la felicidad, la dicha, el gozo, la bienaventuranza, hay que superar, que ir más allá, que dar plenitud a la Ley del Antiguo Testamento, al mandamiento, a la voluntad de Dios.
Quien ama, y ama de verdad, desea la felicidad del amado, que su amado sea feliz. Los que creemos que Dios es amor, que nos ama, que nos creó por amor, y que por amor fue capaz de hacerse como nosotros para compartir nuestra miseria y morir como nosotros, no podemos dudar de que la voluntad de Dios es que seamos felices. Pero la felicidad plena no es algo que pueda ser vivido desde la imposición, no podemos hacer que un bebe nos sonría porque se lo ordenamos o le obligamos a ello, la felicidad nace del sentirse amado, pero ese amor debe ser libre, gratuito, y es algo que respeta nuestra propia libertad. De aquí el misterio de la libertad, el Creador hace libre a su criatura, hasta el punto de que esta puede llegar a negarlo. La hace libre, pero no la abandona, sino que la acompaña, la orienta, le va indicando el camino, los caminos, hacia la felicidad, pero son caminos que sólo puede recorrer aquél que quiere hacerlo, que elige hacerlo, que lucha por recorrerlos, esto es lo que se nos dice ya desde el Antiguo Testamento, como vemos en la primera lectura. La libertad del amor hace que la correspondencia al amor solo pueda ser el amor, sin ningún tipo de sumisión ni de dependencia; y, al mismo tiempo hace del amado corresponsable en el amor, partícipe del amor, siendo así que el amor ya no es sólo del que ama, sino también del amado, sin esa libertad, no habría corresponsabilidad, no habría posibilidad de una respuesta de amor al amor primero, seríamos títeres, marionetas, pero no sujetos capaces de vivir la voluntad del Dios-Padre-Creador, ni de responder al Amor.
Algo similar podrías decir sobre la relación amor-sabiduría, tema que toca san Pablo en la primera carta a los corintios. Una de las causas por las que a finales del siglo I miembros de las principales familias de Roma abrazaron el cristianismo (prueba de ello es que un pariente del emperador Domiciano, el cónsul Tito Flavio Clemente fue martirizado en el año 95) era por el carácter mistérico que podía presentar el cristianismo, similar a los cultos a Mitra, Pablo, parece ser que alude aquí, para dejar claro que no es así, a la creencia de que en el cristianismo había distintos niveles de fieles, y, sólo unos pocos, los de posición más elevada pasaban a conocer todos los Misterios, especialmente los que llevaban a dominar todos los poderes del mundo (algo parecido a lo que creen las sectas gnósticas, la masonería,…, hay unos conocimientos que solo se les enseña a una élite). Pablo no niega que hay una sabiduría más elevada, pero esta está al alcance de todo aquél que sea capaz de madurar en la experiencia de amor hasta el punto de esperar todo lo que ha preparado Dios para quienes le aman. El único Misterio, la única Sabiduría, es la propia de un amor pleno y total, la de un amor que lleva a Dios a la cruz y a la resurrección, la de un amor que se nos da, sin merecerlo, y que nos invita a ser parte, a participar en ese amor. Un amor que no es compatible con el dominio de este mundo, un dominio que implica el ejercicio del poder, el eliminar al enemigo, el situarte por encima del otro, en vez de abajarse para servir al otro, en vez de llegar al amor al enemigo. Para el que ama no hay misterio, para quiénes no entran, no comprenden el amor, el misterio permanece.
Y, desde ese Misterio del amor, se pueden entender las palabras de Jesucristo en el Evangelio, invitándonos a ir más allá, a dar plenitud a la Ley, a superarla, no abolirla. Los mandamientos no hay que cumplirlos para conseguir la salvación, ni por obligación, sino por amor. Si soy contrario a la pena de muerte es por amor al otro, un amor que no deja de ser, aunque el otro se merezca la pena de muerte, sea culpable, sea reo. Desde ese mismo amor, el mandamiento no se limita a no matar, sino que es también no difamar, no humillar, no hacer daño al hermano, al otro. Lo mismo con el adulterio: ¿si amas y te casas por amor cómo plantearte la posibilidad del divorcio? ¿si amas a la mujer cómo plantearte sólo el usarla desde la sexualidad o para satisfacer tu pasión? Hacerlo todo por amor, por un amor que nace desde dentro, y, cuando se vive así, no hace falta prometer ni jurar en nombre de Dios, no hace falta tomar el nombre de Dios en vano, el que ama, cuando da su palabra a quiénes ama, por amor, la mantiene hasta el final, quién no ama, o sólo se ama a sí mismo, no mantendrá su palabra más allá de su propio interés.
Difícil pero no imposible, y, desde el Evangelio, es el único camino, este del amor y del amor pleno, que nos puede llevar a la felicidad plena, hagamos el esfuerzo por recorrerlo, por vivirlo, pidámosle a Dios que nos enseñe a amar como él nos ama.