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Por JUAN GARCÍA CASELLES / Miro en la tele los numerosos actos electorales (apenas disfrazados de actos preelectorales, que esto es el capitalismo, en el que son obligatorias las mentiras) y contemplo a los asistentes, más o menos emocionados por las ardorosas admoniciones de los consabidos oradores, eso sí, agitando banderas y banderolas y repitiendo consignas y aplaudiendo al unísono cuando son invitados a ello por la claque.

Pienso en qué distinto es este pueblo de lo que nos recitaban los corifeos de ominoso caudillo, eso de que el pueblo español era revoltoso e indisciplinado, por lo que era necesaria la mano dura para llevarlos por el buen camino. No es que seamos un pueblo de borregos, pero hay que ver con qué santa paciencia aguantamos los cuarenta años de dictadura y los otros cuarenta de gloriosa transición, en la que a nadie se le ocurrió quitar los restos del dictador del lugar privilegiado en el que aún están, ni presentar una demanda ante el constitucional para anular la ley de amnistía, ni siquiera regular medianamente el poder judicial y los cuerpos policiales para expulsar de ellos a los colaboradores de los muchos crímenes del franquismo.

Escucho a los mitineros engarzando posverdades con medias verdades, dando por bueno lo que ayer era malo y engatusando a los engatusados con tonos grandilocuentes, sin que ninguno de ellos haga la más mínima autocrítica ni admita ni por equivocación errores de bulto que todos los demás sí que apreciamos, que estos sí que parecen infalibles. Como dice una buena amiga monovera, «nos toman por tontos».

Y viendo la relación entre este pueblo y los aspirantes a gobernarlo me viene a las mentes lo del Cantar del Mío Cid. «¡Dios, qué buen vassallo! ¡si oviesse buen señor!».