Domingo 21 de julio 2019 (XVI Tiempo Ordinario) / Génesis 18, 1-10a; Salmo 14; Colosenses 1, 24-28; Lucas 10, 38-42.

Icono de Andrei Rublëv.La Trinidad.1425

POR JOSÉ LUIS BLEDA / Tras la parábola del Buen Samaritano y la invitación a hacernos prójimos y practicar la misericordia, este fin de semana, la Liturgia de la Palabra nos habla de la hospitalidad. El salmo 14 nos cuestiona quién puede hospedarse en la tienda del Señor, es un salmo propio de un pueblo nómada, de pastores, como en los tiempos de Abraham o cuando Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, un pueblo nómada que habita en tiendas de campaña, como Israel durante el Éxodo, entonces tenían la tienda del Encuentro, dónde se guardaban las tablas de la Ley, y sólo Moisés y Aarón entraban en ella para encontrarse con Dios cara a cara. Hoy al cuestionarme esta pregunta la he cambiado, y me he preguntado: ¿quién puede hospedarse en mi casa, conmigo? Si el pasado domingo, el maestro de la Ley le preguntaba a Jesús: ¿quién es mi prójimo?” y Jesús concluía la parábola preguntándoles: “¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”, creo que siguiendo esa línea bien podemos hacernos esa pregunta: ¿quién puede hospedarse en mi casa? ¿a quién hospedo yo? Porque las respuestas nos pueden ayudar a ver si podremos entrar en la tienda del Señor.

Abraham en la primera lectura, se nos presenta como el patriarca, ya asentado, que ha alcanzado su meta, se ha establecido, y descansa, pero que está atento al que pasa, al extraño, al desconocido, y lo acoge, deja su descanso en la hora de la siesta, del calor, para levantarse, ir al encuentro de los que llegan caminando, ofrecerles reposo en la sombra, refrescarlos y darles algo de alimento. Todo un ejemplo de acogida. Esto lo hizo sin saber a quién acogía, luego descubrió que acogía al Señor, a sus enviados. La imagen de estos tres ángeles (palabra que significa enviados) acogidos, compartiendo alimentos en la mesa, se nos ha quedado como una de las imágenes más bellas de la Trinidad. Acoger al otro, al desconocido, al que viene, es acoger al mismo Dios, que es quién nos envía al otro. Rechazarlo, darle la espalda, dejarlo a su suerte, levantarle una valla, es rechazar, dar la espalda,…, al propio Dios. ¿Qué estamos haciendo?

El Evangelio también nos habla de acogida, en este caso son dos hermanas, Marta y María, quiénes acogen a Jesús. La acogida presenta problemas, problemas de logística, hay que preparar cosas, y una solo no basta, por eso Marta se queja, podríamos decir incluso que con razón, pero la verdadera acogida, la acogida fraterna, la que se hace desde el amor, no debe limitarse a dar un banquete, una comida, o una cama,…, no debe limitarse a una actitud paternalista de dar al pobrecito,… Jesús no es el pobrecito,.., es el Señor, y al Señor hay que escucharlo, estar con él, compartir con él lo que uno es, no sólo lo que se tiene o se compra, y eso es lo que hace María. No basta con acoger al inmigrante, imagen actual de Jesús, no basta con tenerle pena y compasión, hay que escucharlo, atenderlo, dejar que él también nos dé, comparta su vida, su saber, su ser con nosotros, es entonces cuando además de enriquecernos al dar, nos enriqueceremos al recibir.

 

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Y, he dejado la segunda lectura para el final, creo que podemos comprenderla mejor, si hemos comprendido de verdad porque Jesús afirma que María tiene la mejor parte. Acoger, hospedar, es también sufrir por el otro: Pablo es el judío que acoge a los gentiles, que sufre por ellos, y que ve como bueno ese sufrimiento,… Al final de una vida, de un proceso, unos padres que han gastado sus ahorros en los estudios de sus hijos, cuando los ven colocados, viviendo gracias a lo que han conseguido, dicen  lo mismo que Pablo: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros”. Acoger, hospedar, no es fácil, puede llevarte a enfrentarte con otros a los que quieres y no te comprenden, es algo que te complica la vida, lo que es suficiente para uno no lo es para varios, hay que conseguir más,…, pero al final, siempre merece la pena, así lo vio Pablo, así lo vivieron también Marta y María, así hoy se nos invita a vivir a nosotros. Es posible que el abrir puertas, acoger a todos, derribar muros, nos cause problemas, preocupaciones, sufrimientos… pero sin duda, al final, merecerán la pena, pues habremos ganado el Cielo, nos habremos ganado a Dios, porque le habremos acogido.