En la Fiesta de la Sagrada Familia / 1Samuel 1, 20-22.24-28; Salmo 83; 1Juan 3, 1-2.21-24; Lucas 2, 41-52

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Por JOSÉ LUIS BLEDA / Tras la celebración de la Navidad y antes de celebrar la entrada del nuevo año, la Iglesia, en este domingo, nos invita a contemplar la Sagrada Familia. También podemos decirlo de otra manera: se nos invita a vivir en el misterio de la Familia, que es algo Sagrado. Entendemos por sagrado lo que pertenece o es relativo a Dios, y, si lo aplicamos a la familia, es porque esta es imagen de Dios, ya que Dios es familia, al menos el de los cristianos, pues es Padre, Hijo y Espíritu Santo, es comunión de personas, distintas, pero que forman una sola entidad: la Familia, Dios.
Para subrayar algunos aspectos que nos pueden ayudar a vivir o contemplar este Misterio, me he basado en las lecturas que nos ofrece este año la liturgia como alternativas sólo en este año, el Evangelio siempre es el mismo, el del niño perdido y encontrado en el templo. Fijaos que subrayo el contemplar o vivir, ya que un Misterio no se explica, si se pudiese explicar no sería un Misterio, ni tampoco sería sagrado, pero eso no imposibilita que se pueda vivir, contemplar, gozar, y que sea algo fundamental para la vida, para mi vida, para nuestras vidas.

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Lo primero que debemos tener en cuenta es lo que podemos deducir de la primera lectura que nos muestra el nacimiento de Samuel y como sus padres, especialmente su madre Ana, lo ofrece al Señor. Nadie nos pertenece. Mi padre, mi madre, mis hermanos, mis sobrinos…, no me pertenecen, no son míos, aunque los llame míos, tampoco un hijo pertenece a sus padres; ninguna persona puede pertenecer a otra, eso sería esclavitud y la relación de familia es una relación de amor, nunca de esclavitud. Nadie pertenece a nadie porque todos somos de Dios, todos somos un don de Dios para los otros, y todos estamos llamados a reconocer en los otros, y en este día especialmente en los que tenemos más cerca, la presencia de Dios, pues son de Dios. Esa pertenencia a Dios es la que los hace sagrados, sus vidas son sagradas, y por eso la familia, la sociedad pequeña en la que conviven y comparten sus vidas son sagradas. Jesús es un don que Dios hace a María, también a José, y a través de ellos a toda la Humanidad, pero José también es un don que Dios hace a María, para que la proteja, y a Jesús, para que le dé nombre y genealogía, lo cuide como padre, y así todos para todos. Porque María fue un don como madre para Jesús, también puede llegar a serlo para todos nosotros, de ahí su Maternidad universal.

Lo segundo nos los dice san Juan en su primera carta: la unión entre fe y amor: creer en Jesucristo y amarse unos a otros es algo inseparable, es lo mismo, esta unido. La familia es el lugar donde aprendemos lo más importante y fundamental de la vida: amarnos, sentirnos amados y amar. Esta experiencia va unida a la de la fe. Si amas confías, nadie puede confiar en quién no ama, o si se siente no querido, no amado. Una fe sin amor es una fe intolerante, es fanatismo, es una manera de evadirse y de justificarse en la vida para ocultar el vacío y las miserias que se llevan por dentro. La fe sin amor nos lleva a la idolatría, a dar más importancia a una imagen, a un rito, a una formula, a una tradición que a una persona que es realmente imagen y semejanza de la divinidad, y así, podemos justificar que encierren a los inmigrantes, los devuelvan a la esclavitud y la tortura en Libia, y comulgar, sin ningún problema de conciencia, podemos comulgar todos los días y negarle el saludo y la palabra a un hermano,…, fe sin amor, no se ha entrado en la contemplación del Misterio de la familia, que es un Misterio de amor.

Lo tercero lo deduzco del salmo 83: habitar en la casa del Señor. Casa que no debemos confundir con el Paraíso del futuro. Cuando el salmista proclama dichosos a los que habitan en la casa del Señor, no se refiere a los que han muerto, sino a los que ahora, aquí, somos capaces de convertir nuestro hogar en un sitio o lugar donde Cristo, el Señor, podría habitar, sin ser excluido, marginado, expulsado, … La felicidad la podemos experimentar aquí y ya en esta vida, cuando somos capaces de vivir en el amor, de establecer relaciones de amor con quiénes compartimos la vida, el hogar, el tiempo, la historia, sin reducir ni cerrar esa relación sólo a una persona, sino que es algo tan abierto, que hasta Dios puede hacerse presente.

Todo esto se nos refleja en la historia que nos cuenta este domingo el Evangelio de Lucas: el niño Jesús perdido y encontrando en el Templo. Vivir en el amor, contemplar lo sagrado, no es fácil, ni para María ni José les fue fácil, ellos perdieron al niño, vivieron la angustia de buscarlo y no encontrarlo, pero no tiraron la toalla, se mantuvieron firmes y por ello lo encuentran. La respuesta del niño a su madre es enigmática, pero nos revela, que siempre tenemos que estar preparados para aprender algo más, que no todo esta dicho y no todo se sabe, y que sólo llevando las cosas al corazón y guardándolas allí es como se puede vivir y contemplar el Misterio. Dios nos pide que nos amemos, no que nos comprendamos. María y José no comprendieron a Jesús en este momento, pero lo amaban, por ello la alegría del encuentro fue más grande que las palabras de respuesta, por eso, el niño siguió creciendo bajo su autoridad: él tampoco entendió a José y María en su angustia por haberse quedado en las cosas de su Padre, pero los amaba. Si para amar tengo que comprender, es posible que nunca llegue a amar a nadie, pero si primero amo, algún día llegaré a comprender a quiénes amo. Esto es crecer en familia, así creció la Sagrada Familia, viviendo en el amor.

Creer y amar, vivir en familia.