XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO / Daniel 12, 1-3; Salmo15; Hebreos 10, 11-14.18; Marcos 13, 24-32.  

Por JOSÉ LUIS BLEDA / Para escribir estas palabras de reflexión sobre las lecturas de la misa dominical este fin de semana he tenido que darle más vueltas a la cabeza, o al asunto, la verdad, que aunque ya son muchos años sabiendo que este domingo y el próximo los textos son más apocalípticos y nos hablan del fin del mundo o del fin de los tiempos, con la mente puesta en la Jornada Mundial del Pobre y en los actos que hemos venido haciendo durante la semana no estaba yo muy predispuesto para unos textos sobre el fin del mundo. Pero tanto el Apocalipsis como toda profecía apocalíptica, aunque hablen del fin del mundo con unos términos que dan miedo: “serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora” o “… después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Como toda profecía, como iba diciendo, contienen un mensaje de esperanza, de alegría, de victoria.

         Pero ¿quién puede alegrarse por el fin del mundo, de este mundo? ¿quién puede esperar con ilusión y alegría la transformación de este mundo y la llegada de un mundo nuevo? ¿quién puede alegrarse de la vuelta triunfante de un Crucificado, un Cordero degollado? Desde luego no quiénes lo degollaron, ni quiénes se mantienen en una sociedad de bienestar a costa del sufrimiento y el malestar de miles, de millones, ni tampoco los que lo tienen todo en este mundo o esperan con sus fuerzas y sus méritos poder conseguirlo o alcanzarlo todo,…, para ellos el fin de este mundo es el fin de sus proyectos, sus ilusiones, sus esperanzas, de su vida cómoda a costa del descarte de tantos,…, pero para los pobres, los empobrecidos el fin de este mundo es una buena noticia.

         Una de las grandes esperanzas que los cristianos de hoy, especialmente los de Europa, hemos perdido con referencia a los primeros cristianos y a los cristianos de los países en misión donde son minoría y con esperanza comienzan a construir la Iglesia, es la dimensión escatológica, la esperanza en el fin del mundo, en la victoria final de Cristo y el inicio de su Reino. Hace tanto que murió, casi veintiún siglos, y como aún no ha regresado, ya no esperamos su venida, practicamos una religión, pero no esperamos en la realización plena de lo que esta religión supone y nos promete, así que combinamos la práctica de unos ritos, el tener unas ideas, con una vida acomodada según los criterios de la sociedad dominante: vamos a misa y consumimos, nos arrepentimos y confesamos pero no cambiamos ni pretendemos cambiar nuestro alrededor, mucho menos el mundo, unimos fe y práctica religiosa con una política tradicional, conservadora que pretende que el mundo siga como está, y que si cambia algo, no sea lo que se refiere a las clases dominantes ni al status quo establecido, sino a los de abajo, a los que nunca han contado y tienen que conformarse con las migajas que se les echan y seguir sin contar. para nosotros la venida de Jesús, del Hijo del Hombre en una nube, no es, no puede ser una Buena Noticia, a no ser que se quede solo en un aviso parroquial.

Vamos a misa y consumimos, nos arrepentimos y confesamos pero no cambiamos ni pretendemos cambiar nuestro alrededor, mucho menos el mundo, unimos fe y práctica religiosa con una política tradicional

Esto va unido a la falta de alegría en nuestras celebraciones: no hay realmente Buena Noticia, no puede haber alegría, y si la hay, esta no procede de una experiencia profunda de Dios, experiencia que, siguiendo el salmo 15, solo podemos experimentar desde la pobreza: ¿cómo puedo realmente refugiarme en Dios si no lo necesito porque tengo dinero, salud, fuerzas, recursos, medios y amigos para lograrlo todo? Sólo el pobre, el que carece de lo necesario, el que ha experimentado estar al borde del abismo y sin saber cómo no ha caído en él, es quién puede decir que Dios es su refugio, el lote de su heredad, es quién le sostiene y la fuente de su alegría. Por esto, sólo el pobre puede vivir y entender lo que es la Buena Noticia del Evangelio, puede entender la última frase de la segunda lectura: “donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”.

         El pobre sabe que no puede pagar lo que recibe, por ello no trata de pagarlo, sólo puede agradecerlo, ¿cómo? compartiendo, compartiendo desde su pobreza lo poco que tiene, pero todo lo que tiene, como las viudas de las lecturas del pasado domingo, como los que me recibieron y acogieron en Perú, Bolivia, Camerún, como los que me han dejado entrar en sus casas, en sus chabolas, y me han sentado a sus mesas, compartiendo como si fuera uno de su familia lo que tenían. Un compartir que no es para pagar, sino para agradecer, y todo ello con una alegría desbordante, sincera, que nace del corazón, del interior, de lo profundo del ser. Como las celebraciones, ¡qué diferencia entre una celebración en América o África a una de Europa! Aunque ya he escrito mucho, permitirme recordar los entierros en Bolivia, en los domicilios del difunto, pues está prohibido llevar a un muerto a un espacio público, se reúnen en torno al cadáver del difunto, comen y beben especialmente lo que más le gustaba al difunto, en ambiente festivo, oran, llaman al sacerdote para la oración y bendición, recuerdan a otros difuntos, y al final lo dejan en la tierra, en la Pachamama. La primera vez que fui a un funeral, y vi a los niños jugando junto con los perros, alrededor de la caja del difunto, a varios mayores borrachos de toda la noche bebiendo,…, confieso que me asusté, pero cuando empecé la oración todos se callaron, participaron con atención en la medida de sus facultades, y, luego, me dieron un plato de comida, y me agradecieron el haber ido y estar allí. Este verano la alegría la vi en Camerún, misa dominical a las 7 de la mañana, iglesia sin paredes, sin terminar de construir, pero llena a rebosar, de gente cantando, bailando, participando, celebrando, sin prisas, sin mirar el reloj, y compartiendo todo lo que tenían, y yo pensando en nuestras catedrales de piedra, en las misas a diario, entre 4 a 12 personas, rostros serios, cantos litúrgicos, bonitos, propios para un concierto, pero que no llevan a la participación alegre y festiva de todos ¿qué hemos hecho para que al tener los templos terminados estos estén vacios?

         Llega el fin del año litúrgico, llegará el fin de los tiempos, llegará el Hijo del Hombre en una nube ¿podremos recibirlo en pie, con alegría como los pobres o será algo inesperado que nos llene de temor? Hoy, más que nunca me siento en la necesidad de construir lo que expresaba el Papa Francisco al inició de su pontificado: una Iglesia pobre para los pobres, porque solo en ella se puede vivir plenamente la alegría y el significado pleno del final de los tiempos que nos anuncian los Evangelios.