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Por JUAN GARCÍA CASELLES / Día tras día, eso que se ha dado en llamar ciudadanía (y que es el sitio donde los no propietarios de los medios de producción o de poder pierden su honroso e histórico nombre de proletarios) se pasa la vida mirando a las alturas, admirando a los ricos de Davos, asombrados de las hazañas económicas de las grandes empresas tras cuyo anonimato se ocultan pudorosamente los dueños de este mundo, atónitos por las andanzas, aventuras y desventuras de los héroes de los medios de comunicación o de la Jet-set, contemplando las idas y venidas de tanto político que jamás podrá cumplir su electorales promesas, sabiendo que esto es así y convencidos de que seguirá siempre así, pero con la esperanza de que algún buen día vendrá un político-papaíto que le resuelva su papeleta en concreto.

Si los pastores de Belén del evangelio de Lucas hubieran estado mirando al palacio de Herodes el Grande, no se hubieran enterado del Nacimiento de Jesús.

Tengo para mí que los grandes fenómenos que están cambiando el curso de la historia tienen que ver con los poderes de este mundo (faltaba más) pero que no pueden ser detectados si seguimos mirando a los nuestros nuevos “herodes” (Trump, Putin, Rajoy, Puigdemont, Merkel, Netanyahu, príncipes árabes, Hollywood, Marbella, Botín, Bill Gates, Jeff Bezos, Amancio Ortega, etc., etc.).

Desde el final del pasado siglo hasta hoy el feminismo y la emigración están volteando y removiendo nuestras sociedades con una eficacia y profundidad que está modificando, no solo nuestra forma de vivir, sino también todos los sistemas de estructura de poder que han sido configurados por el capitalismo en los dos últimos siglos, a lo que hay que añadir las modificaciones en las relaciones sociales causadas
por la informática y la revolución tecnológica.

Es verdad que todo esto tiene su origen en el propio capitalismo, que: a) empujó a las mujeres a salir del hogar para suplir el trabajo de los hombres que en las grandes ocasiones andaban peleando en tanta guerra, y b) que impuso la globalización de la economía (y, con ella, la globalización de la ideología y la información).

Nunca nuestras sociedades fueron tan complejas y no solo por la emigración económica de los pobres, sino también por ese fenómeno que no solo nos llena de chinos (hoy China es el país más rico para un próximo futuro) y de otros muchos emigrantes no estrictamente pobres, sino también de gentes procedentes de todo el mundo. El terrorismo y la violencia de género son la expresión de las tensiones que ambos fenómenos están creando y que anuncian el fin de dos de las estructuras de poder más perdurables, el machismo patriarcal y el racismo fascista. Y parece que, al
mismo tiempo, está corroyendo los fundamentos del nacionalismo (nosotros somos los buenos).

Es verdad que el poder es el poder y no puede perderse de vista, pero, como todo poder tiende a su propia subsistencia, es urgente fijarse en el suelo para ver por donde soplan los vientos de la Historia que mueven el mundo, porque solo los pobres y las oprimidas tienen urgencia de cambiarlo todo, aunque no se apunten a ningún partido.

Claro que, tal y como va el teatrillo de la política y la economía en los países más ricos, como el nuestro, seguiremos mirando sus palacios. ¡Qué le vamos a hacer!  Nuestros instintos más primarios aún nos dominan.