Retrato de Jacques Derrida.
Por BERNARDO PÉREZ ANDREO / Dice Derrida que un texto solo lo es si a primera vista esconde la ley de su composición, las reglas del juego que lo ha construido. Solo puede ser textus, tejido, si se ocultan los hilos de su composición y muestra, de forma eminente, como por un encanto, la pátina de su composición, ocultando lo que lo constituye. Estas afirmaciones de Derrida son vertidas en una de sus obras desconstruccionistas por excelencia: La Diseminación*, en el texto que lo compone como primer golpe: La farmacia de Platón, viene a cargar contra el núcleo de la filosofía occidental. No, no es Platón, sino ciertas variantes de sus interpretaciones que hacen a Platón poco más que un correveydile de Sócrates, o bien un amalgama de varios platones que no tendrían ningún tipo de unidad. No, Platón es un autor, aunque no nos importe si fue un individuo, y esto lo convierte en constructor de textos, en alambicador de imágenes en la escritura. Quizás cabría decir, en prestidigitador, ilusionista de la palabra; en fabulador de retóricas útiles para la creación de una realidad jamás preexistente al acto de escribir. La escritura, en fin, es un fármaco, un remedio, un medicamento contra el olvido.
Pero, también, como todo fármaco, la escritura bien puede ser un veneno. Es cuestión de dosis. En dosis adecuadas, los fármacos revitalizan, reponen, sanan. En dosis, también adecuadas, los fármacos pueden matar. Este es ambiguo papel de la escritura, vale decir, del lenguaje en general: ser remedio contra el olvido o veneno contra la memoria. Si usamos el lenguaje como fármaco, como remedio para la enfermedad social de la inoperancia racional, tendremos un potente medicamento que sane de raíz la sociedad, que permita comprender las causas verdaderas y eficientes de esta situación y los remedios que sí podrían llevarnos a otra situación distinta. Pero el lenguaje, como dosis elevada de fármaco, como arma de destrucción de la razón y del sentido común, bien puede ser utilizado para imponer un proyecto antihumano y antisocial que haga desaparecer lo que de humano hay en la construcción de la realidad mediante el lenguaje. El lenguaje, al fin, contra sí mismo.
Según Derrida, la farmacia de Platón nos permite obtener las medicinas necesarias para sanar el alma de la sociedad mediante la utilización del lenguaje en la búsqueda de la verdad, sea esta compartida o no, pero verdad al fin que está acorde con la razón por la que los hombres somos capaces, de nuevo, de dialogar, de no ser unos meros brutos. El lenguaje nos construye, pero también es construido por nosotros y está en nuestra mano el hacer uso adecuado del mismo. Lafarmacia de Platón de Derrida es la oposición dialéctica a la farmacopea rajoyana. Se trata de un compendio de recetas desgastadas por la historia, la malsana historia de la usurpación y el latrocinio y que tan mal sentaban a Sócrates en el Fedro. Es un batiburrillo, una miscelanea mamapea entre Goebbels y Paco Martínez Soria. Su procedimiento es bien sencillo: utilización de una calculada ambigüedad en expresiones como «hay que hacer lo que hay que hacer»; expresión de formulaciones genéricas que enganchen con un aparente sentido común, tipo «no podemos gastar lo que no tenemos»; cierre ideológico del discurso: «no hay alternativas, la historia se ha encargado de desmentirlas»; y culpabilización generalizada «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Es decir, un montón de bobadas sin más sentido que embaucar a una audiencia sumisa, en parte, o refractaria, pero que, en todo caso, nada puede hacer contra la utilización torticera de la democracia.
En esta farmacia de Rajoy ha aparecido el último de los remedios que acabarán por matar al paciente: el saqueo del sistema público de pensiones. La expresión farmacológica es la siguiente: «si en los próximos meses no crecemos, no podremos mantener las prestaciones sociales» (Chiquito de Güindws dixit). Una vez asentado el diagnóstico e implementado el remedio, se pone en práctica la descalificación de la crítica y la machacona devastación del ámbito dialógico de toda posible demarcación democrática del debate. Los medios afines, todos, se reparten la justificación: «vivimos mucho y por tanto…»; «hay menos cotizantes por cada perceptor…»; «los sistemas más avanzados, como USA (sic), no tienen un sistema de reparto»; «hay quemodernizar el sistema de seguridad social»; «hay que aplicar la agenda reformista«; «los pensionistas se dedican a saquear las arcas públicas»; en fin, una sarta de brabuconadas insolentes que nada tienen que ver con la verdad ni con la realidad. Todo esto conducirá a la reducción paulatina del sistema público de pensiones que conllevará el aumento, como en Portugal, de la parte que costea el trabajador a costa de la parte que toca al empresario, la disminución de la base para el cálculo y la redirección de estos ingresos al pago dichoso de la deuda, encumbrada como Molok global que exige, como siempre, sacrificios humanos.
Ah, y no protesten, tenemos más remedios, reformas y modernizaciones por si estas no funcionan, es decir, no permiten detraer recursos públicos suficientes para lo privado.
La farmacopea rajoyana acabará con todos nuestros males, y también con nuestros bienes.
* J. Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Madrid 1997.