Imagen tomada de www.apuntesenlibertad.com

Por JUAN GARCÍA CASELLES / Tengo las orejas doloridas de tanto oír la palabra consenso, sobre todo estos días en que se ha aprovechado la muerte de Adolfo Suárez para proclamarle santo patrón de la cosa. En tal proclamación sobresalen los mismos que fueron los protagonistas de su defenestración y de su ninguneo, pero que ahora no tienen ningún inconveniente en afirmar que fueron sus amigos y que son los herederos de su quehacer. Por cierto, se nos ha ido de este mundo sin contarnos las verdades sobre su dimisión y el 23-F, quiénes y para qué lo montaron todo (y lo desmontaron), que es seguro que lo sabía, y cabe preguntarse por qué nunca dijo nada, y no me contéis la historia de que fue por patriotismo, que uno ya va para viejo.

Pero ¿en qué consistió el consenso de la gloriosa transición? Pues los que lo vivimos sabemos de sobra que fue cosa sencilla. La derecha consintió en que viviéramos en democracia (tutelada, eso sí) y una cierta libertad, a cambio de que la izquierda consintiera en que al capitalismo no se le tocara y en que los crímenes del franquismo (o sea, de los franquistas) fueran piadosamente olvidados. Ni más ni menos. Esto se plasmó en los Pactos de la Moncloa y en la Ley de Amnistía, que fueron la base misma de la Constitución.

Y por eso decían, con razón, los filisteos de la prensa reaccionaria que Zapatero había traicionado el consenso de la transición con la ley de memoria histórica. Porque el consenso se hizo, según el punto de vista de la caverna, para que la derecha mantuviera el poder por los siglos de los siglos y cualquier intento de modificarlo pone en cuestión la pacífica convivencia de todos los españoles que, en cambio, queda asegurada si las víctimas de tanto abuso permanecen calladas y obedientes, como está mandado. Por eso la Constitución es tan inmutable, porque (para ellos) es la garantía de que tendrán el poder por siempre en sus manos.

A la derecha le salió redondo y la izquierda no tuvo más remedio que aceptarlo, entre otras cosas porque éramos cuatro gatos mal contados y peor avenidos, y encima sin ningún apoyo exterior. Por lo demás, la inmensa mayoría (de los que se autoproclamaban de izquierdas) no estaba dispuesta a luchar para acabar con el capitalismo, como se vio de forma clara unos pocos años después, cuando Felipe dijo que iba a hacer el cambio y se cargó a los sindicatos, nos metió en la Otan y le regaló Banesto a Botín.

Resulta muy mono aquello de las clases dominantes y las dominadas, pero cuando llega la hora de analizar suele olvidarse (muy especialmente a los críticos de la transición) que los dominados son eso, dominados, y, consecuentemente, no tienen fuerza para imponer sus intereses por encima de los de los dominantes.

Así que, como es normal, los fuertes, los dominantes, impusieron su consenso a los dominados y no hubo más (eso) que aguantarse. Y en lo de aguantar seguimos. ¿Por qué? Pues porque seguimos siendo cuatro gatos y vivimos demasiado bien como para arriesgar nuestras cuatro o cinco cosillas y nuestro futuro en el reino de la abundancia (o sea, en un país de los centrales del capitalismo).