Por JUAN GARCÍA CASELLES / Se ha repetido unas cuantas veces. Aparece el jerarca de turno en la tele y nos anuncia que ante la gravedad de la situación y por el bien de España es necesario e imprescindible tomar medidas, por dolorosas que parezcan, para escapar a unos terribles males que nos amenazan y que, por lo tanto, todos tendremos que arrimar el hombro, todos deberemos hacer los sacrificios necesarios porque la patria así lo exige.
Bueno, como la carta del Juan Carlos. Pero luego resulta que los que de verdad tienen que sacrificarse, les guste o no, son los currantes por cuenta ajena, los autónomos de medio pelo, las amas de casa y los pobres en general sin denominación de origen. Los ricos, ya ves tú, no tienen que sacrificarse y al final resulta que salen ganando con la cosa.
Advertencia: En España, donde la renta per cápita sigue siendo, a pesar de tanta crisis, de alrededor de los 25.000 euros (lo que supone para una familia con padre, madre y dos hijos unos ingresos mensuales superiores a los ocho mil trescientos euros) son pobres todos los que no llegan a esa cantidad y son ricos los que sí pasan, lo que significa que la inmensa mayoría de los políticos se encuentra en la zona de pobreza, eso sí, menos pobres que la mayor parte de la gente, pero pobres al fin y al cabo, que las matemáticas no engañan.
Así, el nacionalismo españolista se convierte en la tapadera de lo que es, simple y llanamente, explotación de clase. Por lo demás no hay que alarmarse, porque el nacionalismo, que se apoya en unos sentimientos identitarios de los que nadie puede escapar y que residen básicamente en el subconsciente, nació con el capitalismo y le sigue prestando buenos servicios para aliviar las rupturas sociales que provoca la explotación económica. Es casi tan eficaz como los polvos de la Madre Celestina.
En todos los sitios en que hay burguesía, el nacionalismo en sus variadas formas se utiliza con los mismos fines, conseguir que las clases dominadas acepten con resignación su situación de dominados porque se compensa con el aumento de la autoestima como consecuencia de la pertenencia a un gran pueblo con una nobilísima historia que los historiadores se encargan de amañar adecuadamente. Así que, al final, todos los nacionalismos son más o menos la misma cosa.
Conviene aquí recordar la frase de un filósofo del Sur, conocido como Chipola, que ya hace algunos años dijo aquello de que el nacionalismo consiste en saber si se es solidario con los ricos de tu propio pueblo o con los pobres del pueblo de al lado.
O lo que es lo mismo, si se es solidario con los industriales vascos o con los maketos, con “els burguesos del Palau” o con los “xarnegos”, con los financieros de los madriles o con los rumanos, los marroquíes, los bolivianos, los subsaharianos o cualquier otro de la muchedumbre de sin papeles. Bueno, pues tú verás.