Por BERNARDO PÉREZ ANDREO / Los que nos llamamos cristianos, como muy bien ha dicho Francisco, sabemos que tenemos unos hermanos mayores en la fe, los judíos. El pueblo hebreo es la cuna de la tradición que sostiene la fe de los que seguimos a Jesús, es la cuna del propio Jesús. Ahora bien, no es el pueblo hebreo actual, sino la larga y hermosa tradición de más de tres milenios en la que este pueblo, elegido, ha pasado por toda clase de persecuciones, pogromos, marginación y exclusión; un pueblo que se ha forjado en el sufrimiento de la persecución y el intento de aniquilación.
Desde que se constituyó el Estado de Israel, aquel pueblo elegido por Dios se ha convertido por la fuerza de los hechos, en un pueblo que sostiene a uno de los Estados que más crímenes ha cometido en su corta historia. El pueblo elegido da cobijo al sionismo, una traición al pueblo hebreo, y permite que bajo la bandera de David se masacre a las gentes que habitan aquellas tierras desde tiempo inmemorial. Con armas sofisticadas descuartizan niños, destruyen casas, bombardean calles y torturan a seres humanos sin ningún tipo de respeto por los más elementales derechos humanos. Lo hacen, dicen, en defensa propia, pero aplican leyes que su mismo pueblo ayudó a superar. Si al menos aplicaran la ley del Talión no veríamos cómo destrozan y mutilan infantes que juegan en la playa o montan en bici, pero aplican la ley de la venganza que reza que por cada judío muerto deben morir 1000 palestinos, esa es la diferencia del valor de las vidas para el Estado de Israel.






